Antes de quitarme las legañas con esa ducha que te espabila y logra el milagro de que salgas a la calle, que te plantees que hay que salir a la calle para sentirte mínimamente vivo, con ese primer café que a veces te causa náuseas, con ese primer cigarro que sabes que te va a matar o a dejarte en una silla de ruedas, enciendo al azar la televisión. Aparece un individuo cuyo arrugado careto me suena. Leo en los rótulos que estamos presenciando el nuevo enfrentamiento entre no sé quién. Ya caigo. Ese señor se llama José Luis Corcuera y discute con tono humanista, como un anciano pastor de ovejas, con una mujer joven que identifico con el luciferino Podemos.
El pavo se suelta el rollo sobre los consejos que le dio su entrañable maestro sobre la necesidad de hablar y llegar a pactos con la derecha, apoya la tesis de su mentor, ese estadista sublime que pide una alianza entre peperos y sociatas para salvar España. Y me pregunto: ¿pero el tal Corcuera tiene algo que te recuerde mínimamente a la izquierda? ¿Y qué es la izquierda? Una actitud, una manera de funcionar en la vida que desaparecerá cuando sepas lo cautivador que es el poder, adormecerte con esa cosa tan apegada a la condición humana llamada corrupción, saber que haces lo que te salga de los cojones o de los ovarios por algo tan elemental como que puedes hacerlo y que tu impunidad (la de verdad) es segura.
Y escucho algo muy gracioso que sale de la boca del honrado, patriota y enternecedor Corcuera. Sí, el inventor de aquello tan civilizado de la patada en la puerta hecho ley. Cuenta que él siempre ha dimitido de sus cargos. Sin sonrojo. Asegura que dimitió de secretario general del Metal en UGT para ser secretario general de no sé qué otra movida proletaria, y también dimitió de esto para ser ministro, y siguió dimitiendo para ser diputado. Con dos cojones. Y se siguen escandalizando cuando les llaman casta.
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