Xavier Vidal-Foch
Sostiene la FAES de José María Aznar que España “no es un país que en las últimas décadas haya llamado la atención por sus niveles de desigualdad” (Desigualdad, pobreza y oportunidades, Papeles FAES núm. 184). Pero Oxfam-Intermón subraya que tras Chipre, España es “el país de la OCDE en el que más ha crecido la desigualdad desde el inicio de la crisis, superando 14 veces a Grecia”, (La Vanguardia, 18/1/2016).
“La desigualdad mata”, concluye Göran Therborn, destacando cómo la esperanza de vida de los norteamericanos que carecen de título universitario se redujo de tres años (los hombres) a cinco (las mujeres) entre 1990 y 2008 (La desigualdad mata, Alianza, 2015). Pero además, es un mal negocio, perjudica a la economía, recorta el crecimiento y por tanto el empleo, y así, en círculo vicioso, se retroalimenta: aumenta la desigualdad. De modo que el asunto no solo interesa a oenegés y entidades humanitarias.
El FMI demostró en 2011 que los países con “desigualdad estructural tienden a crecer más lentamente” y calculó que una reducción de 10 percentiles de aquella “incrementa la expectativa de duración de un período de alto crecimiento en un 50%” (IMF Staff Discussion note SDN/11/08). Luego calculó en 2014 que un empeoramiento del índice de Gini (que cuantifica la desigualdad) del 37 al 42 “reduce el crecimiento económico un promedio del 0,5% anual” y que por tanto “la desigualdad resulta perjudicial para el crecimiento” (SDN/14/02), con lo que enterró la vieja teoría de que las desigualdades generan riqueza.
La OCDE sostiene igual conclusión en distintos estudios desde 2008. El último (In it together, 2015) calcula que entre 1985 y 2005 el índice de Gini creció dos puntos en 19 países, “deteriorando en 4,7 puntos su crecimiento”. Y subraya la causa: “Más desigualdad implica que algunos, los ricos, pueden sacar mayores ventajas de las oportunidades económicas que los pobres… de manera que el crecimiento resulta más lento de lo que sería si no beneficiase desproporcionadamente a los ricos”. “No solo es cuestión de atacar la pobreza, sino de arreglar también los bajos ingresos”, concluye, porque la “creciente desigualdad de ingresos… reduce la capacidad de las capas más pobres, del 40% de la población, para invertir en su formación y educación”.
Quien mejor ha traducido todos esos estudios técnicos ha sido Joseph Stiglitz (El precio de la desigualdad, Taurus, 2012): -
“Cuando los más ricos utilizan su poder político para beneficiar en exceso a las grandes empresas que ellos mismos controlan, se desvían unos ingresos muy necesarios hacia los bolsillos de unos pocos en vez de dedicarse en beneficio de la sociedad en general”.
“Trasladar el dinero de la parte de abajo a la de arriba reduce el consumo porque los individuos con rentas más altas consumen un porcentaje menor de sus ingresos que los individuos con rentas más bajas: los de arriba ahorran entre el 15% y el 25% de sus ingresos; los de abajo gastan todos sus ingresos”.
También concluye que a mayor desigualdad y mayor poder de los ricos, menor propensión a la inversión pública en infraestructuras, gasto social y educativo.
Tomado de
http://economia.elpais.com/economia/2016/08/17/actualidad/1471465498_618078.html
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