martes, 23 de octubre de 2018
Antón Costas, la desigualdad y sus efectos
Frente a los economistas vendedores de Apocalipsis por la subida del SMI. Antón Costas, Catedrático de Política Económica economía de la UB, que presidió el Circulo de Economía de Barcelona de 2013 a 2010, lleva escribiendo una serie de artículos en las páginas salmón de El país(esas que solo leen los inversores)
, denunciando la desigualdad económica, el diágnóstico, los culpables, las causas y los efectos y cómo paliarla, su opinión no se difunde por los medios, solo se les da cancha a los economistas estilo "Sálvame".
En el Artículo "Los jefes ganan 98 veces más que los empleados" recuerda que la brecha salarial aumenta en las cotizadas. Mientras el sueldo de los trabajadores solo subió un 0,8% en 2017, la nómina de los consejos creció un 21,3%".
Costas sugiere poner freno a los sueldos de los altos directivos de las corporaciones empresariales, se pregunta ¿Afectaría a la calidad de la gestión y al crecimiento de la empresa? un límite de tal forma que el sueldo del primer ejecutivo no pueda exceder equis veces el salario mínimo de los empleados. ¿Deslegitimaría el sistema de mercado?
Su repuesta es "No. Al contrario La limitación de sueldos tendría efectos beneficiosos tanto para la empresa como, y esto es lo más importante, para el buen funcionamiento de la sociedad y de la democracia."Con los datos que nos ofrecen el World Income Database, el World Inequality Report 2018 y los trabajos, entre otros, de Wilkinson y Pikett podemos decir lo siguiente.
Primero, que el aumento de la desigualdad responde más a las políticas públicas y empresariales nacionales que a fenómenos como el comercio global o el cambio técnico.
Segundo, que la desigualdad salarial dentro de las empresas es una de las causas principales del aumento de la desigualdad en la distribución de la renta de nuestras sociedades.
Tercero, que en la medida en que se amplía la desigualdad, la sociedad y la democracia comienzan a funcionar mal; es decir, se intensifican las patologías sociales y políticas (populismos políticos autoritarios).
Y cuarto, que la concentración de la renta y la riqueza lleva a la corrupción de los sentimientos morales de los muy ricos, como ya señalara el mismo Adam Smith, provocando pérdida de empatía con el resto de la sociedad y debilitando la cohesión social.
El porcentaje del aumento de renta y riqueza que se ha producido en los últimos 30 años y que ha ido a manos del 1% por ciento más rico ha ido en continuo aumento mientras que los salarios reales (descontada la inflación) se estancaban o disminuían... mientras que el múltiplo entre sueldos de altos directivos y salarios de los empleados era del orden de 30 veces en los años 80 hoy está por encima de 300 veces en EE UU y de 100 veces en Europa, siendo España el país que está más por encima de la media europea.
¿Hay justificación para estos elevados sueldos? La investigación académica no encuentra ningún argumento convincente relacionado con una mayor eficiencia de los directivos mejor pagados. La explicación parece estar, por un lado, en el aumento de la concentración empresarial y en el debilitamiento de la defensa de la competencia que permite a los altos directivos practicar políticas retributivas en beneficio propio y contrarias al interés general y, por otro, en el modelo exclusivamente financiero de gobierno de la empresa que vincula la retribución variable de los directivos a los beneficios.
La desigualdad salarial dentro de las empresas se puede considerar como una externalidad social negativa, al igual que la contaminación, la emisión de gases invernadero o la corrupción. Es decir, las empresas producen más desigualdad de la que desea la sociedad. Esta externalidad negativa abre un campo para la regulación pública y la autorregulación, como ya ocurre con la contaminación medioambiental.
En Estados Unidos existe un movimiento orientado a vincular el sueldo máximo de los altos directivos con el salario mínimo de los empleados. De esa manera los directivos tendrían interés en mejorar las condiciones de vida de los empleados.
Han pasado 10 años desde la gran crisis de 2008: la quiebra de Lehman Brothers. Fue la mayor crisis financiera de la historia, incluida la Gran Depresión.
Con la perspectiva de estos diez años se puede afirmar que los gobiernos y las élites financieras lo que han pretendido con los rescates y pequeños retoques es volver al mundo anterior a 2008. No han comprendido que esta crisis ha sido el anuncio del fin de un modelo económico, político y social que ha llegado a su agotamiento.
La evidencia de que es así es que los impactos de la crisis han ido de la economía a la política y más allá. El descontento social no es sólo por la crisis financiera y económica, sino una reacción contra la hegemonía de unas élites que han roto el contrato social que sostuvo la economía social de mercado y el Estado social de la posguerra. Ese descontento ha traído, como ocurrió en los años veinte y treinta del siglo pasado, una ola global de populismo político nacionalista. La raíz profunda de este descontento con el modelo económico que emergió en los años 1970 es el hecho de que la prosperidad económica ha aumentado de forma espectacular pero el bienestar de la mayoría no.
La evidencia de la desigualdad es apabullante. Ha habido crecimiento, pero ha beneficiado sólo a unos pocos. El 1% de los muy ricos es un colectivo formado en buena parte por altos directivos de las grandes corporaciones y fondos de inversión. Son una nueva aristocracia del dinero que ha sustituido a la vieja aristocracia de la tierra del “ancien régime”, pero sin el sentido de que “nobleza obliga”. Una nueva aristocracia cosmopolita y apátrida que ha roto el contrato con los que se han quedado atrás, tirados en la cuneta, sin empleo, ingresos ni expectativas.
¿Qué es lo que está haciendo que el progreso económico se esté concentrando en un puñado de gente muy rica?
Los sospechosos habituales son la globalización y el cambio tecnológico. Es cuestionable. Hay países sometidos a la globalización y al cambio técnico en los que la desigualdad no ha aumentado o incluso se ha reducido.
Hay que buscar otras explicaciones.
La primera es lo ocurrido con los impuestos. El contrato social de posguerra consistía en que los más beneficiados con la economía de mercado se comprometían a pagar impuestos para financiar un nuevo Estado social que evitase que a los que les iba peor con ese modelo económico se quedasen atrás. Pero a partir de los años ochenta las sucesivas reformas fiscales han ido orientadas a aliviar el compromiso fiscal de los más ricos.
El efecto ha sido el aumento de la desigualdad
Hay dos rasgos que definen bien la economía actual.
Por un lado, la investigación microeconómica ha puesto de manifiesto el intenso proceso de concentración en un puñado de grandes corporaciones que dominan un buen número de industrias (“monopsonio”, en la jerga de economistas).
Por otro, los macroeconomistas señalan que lo que define la economía actual es la combinación de bajo nivel de inversión, inflación, salarios y productividad.
Sucede que los economistas se agrupan en tribus, con pocas o nulas relaciones entre ellas. Esto hace que los micro y los macroeconomistas no pongan en común sus hallazgos. Si lo hiciesen, se vería que el mal comportamiento de la economía tiene mucho que ver con la concentración empresarial.
Por su parte, los bancos centrales y los gobiernos están desconcertados porque la recuperación de las economías no ha traído aumento de salarios y del bienestar social. Pero hasta ahora se han obsesionado con una única causa: las llamadas rigideces del mercado de trabajo.
Pero algo está comenzando a cambiar. En la reunión de gobernadores de bancos centrales que tiene lugar todos los años en agosto en Jackson Hole (Virginia, EE UU), la de este año ha traído una novedad.
Por primera vez, en la agenda de la reunión se prestó atención a la concentración empresarial como responsable de los bajos salarios y la desigualdad. Pero hay que ir más allá de la competencia. Hay que poner atención también en el comportamiento de los altos directivos de la empresa corporación. No han aprovechado los elevados beneficios que trae la concentración para aumentar la inversión y los salarios. Por el contrario, los han utilizado para recomprar acciones de sus empresas.
El resultado ha sido, por un lado, devolver grandes cantidades de dinero a los accionistas y, por otro, aumentar la cotización de las acciones. En la medida en que la mayor parte de su retribución viene de opciones sobre las acciones de sus compañías, esta política de recompra de acciones los ha hecho también a ellos muy ricos y ha orientado su gestión al corto plazo.
La concentración empresarial y estas conductas directivas están en la raíz del estancamiento de los salarios y la concentración de las rentas del mercado en un reducido número de personas muy ricas. Según un conocido aserto de Charles Dickens, la historia no se repite pero rima. La situación actual rima mucho con las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial. También en aquella ocasión los monopolios y los comportamientos cortoplacistas dominaron la economía. Y, como ahora, el populismo político nacionalista y xenófobo fue una respuesta al progreso de unos pocos y al empobrecimiento de los demás.
El estilo de Trump se propaga a otros países. El último seguidor es Jair Bolsonaro en Brasil. Pero vendrán más, porque su probable triunfo tendrá efectos en otros países de la región. Sucederá lo mismo en otros continentes, incluido Europa, donde las elecciones de mayo próximo pueden fortalecer muchos liderazgos de este tipo. Incluso en España...
Trump da luz verde a los nuevos “hombres fuertes”, a los nuevos dictadores. Estamos ante una nueva internacional nacionalista populista. El estilo trumpiano es políticamente autoritario y socialmente divisivo. Se apoya en la demonización de los progresistas y en teorías conspirativas. Su objetivo fundamental es deslegitimar el sistema político liberal y sus instituciones básicas. Por eso está penetrando en las instituciones, como el sistema judicial. La propagación de este estilo no es circunstancial.
Estamos ante un viraje del péndulo del ciclo político que lleva del liberalismo cosmopolita de las últimas tres décadas a un nuevo populismo nacionalista. Los regímenes políticos que trae este viraje no están basados en el juego competitivo de los partidos, sino en movimientos nacionales al servicio de esos “hombres fuertes”.
Gobernantes autoritarios que se presentan a los ciudadanos como personas ajenas al sistema político tradicional y les prometen acabar con la globalización y el cosmopolitismo, revertir las políticas liberales de apoyo a las minorías, así como terminar con la corrupción política que ha acompañado al sistema parlamentario ... La indignación de los progresistas contra los populistas está muy bien, pero no es suficiente para derrotarlos en las elecciones. La razón es que no están planteando bien la batalla. El problema no son los populistas, sino saber por qué tantas personas los apoyan pese a los riesgos que significan.
La razón de ese apoyo es, a mi juicio, la rabia que mueve a una gran parte de las sociedades contra un sistema que propició un crecimiento económico que ha beneficiado sólo a un puñado de gente muy rica y ha traído desigualdad y corrupción...
Mientras las élites no acepten que tienen una importante responsabilidad en el ascenso de los populistas, difícilmente se conseguirá derrotarlos. En este escenario político de ascenso de la extrema derecha, el triunfo de Emmanuel Macron en Francia —o el Gobierno socialista de Pedro Sánchez— puede ser el canto del cisne antes del triunfo total del populismo en Europa.
Este ascenso de los populistas autoritarios presagia un futuro negro para la democracia y la convivencia social, pero refleja también la existencia de un profundo deseo de cambio en nuestras sociedades. Este deseo de cambio es el espíritu de nuestra década. Los populistas lo han sabido captar y lo manipulan a su favor. Este deseo de cambio es el reto al que tienen que enfrentarse los progresistas si quieren derrotar a los populistas. La experiencia de los años veinte y treinta es ilustrativa. También entonces había una fuerte demanda de cambio para acabar con un sistema político dominado por la aristocracia de la tierra.
Su resistencia al cambio propició el ascenso del fascismo. Sólo el recién elegido presidente de Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt supo dar una respuesta progresista con el new deal, del nuevo contrato social. Con él derrotó a los populistas y salvó a la democracia norteamericana, mientras Europa naufragaba. Ese vuelve a ser hoy el reto de los progresistas.
Los artículos completos
https://elpais.com/economia/2018/04/20/actualidad/1524223324_231038.html
https://elpais.com/economia/2018/06/28/actualidad/1530181564_388712.html
https://elpais.com/economia/2018/10/10/actualidad/1539192242_981132.html
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