lunes, 10 de diciembre de 2018
Engañados
Enric González
Solíamos pensar que la provincia francesa era un remanso de tranquilidad. Y qué decir de la campiña: paisajes hermosos, buena comida, gente risueña. Las cosas, por supuesto, nunca fueron así. Pero eran mejor que ahora. Hoy puede afirmarse que cuanto más lejos vive uno de la gran urbe, más lejos queda todo: la escuela, el hospital, el mercado y (de haberlo) el trabajo. Si las ciudades y sus suburbios han sufrido los recortes de la última década, las pequeñas poblaciones y los pueblos, donde se han refugiado los expulsados de la urbe, han recibido tajos casi mortales.
Eso vale para Francia y, en general, para el conjunto de la Unión Europea.
El caso de Francia es notable porque sufre una grave decadencia. Trabajé en París al final de la presidencia de Francois Mitterrand y he vuelto estos últimos años: incluso en la deslumbrante capital, la ciudad más visitada del mundo, se percibe el desgarro social y el declive económico. El declive, amortiguado por el patrimonio privado de una sociedad históricamente rica, resulta relativo: la mayor parte del mundo suspira por sufrir lo que sufren los franceses. Pero cada uno juzga lo suyo según le van las cosas. Y el hecho de tener un presidente por accidente (Emmanuel Macron no habría ganado las elecciones si el conservador Francois Fillon no se hubiera autodestruido), tan listo, tan urbano, tan arrogante y tan inexperto, con una mayoría parlamentaria compuesta de gente parecida a él, en peor, no ayuda en absoluto.
Francia, decíamos, vale como ejemplo. Hay algo que nos cuesta asimilar: la globalización no implica necesariamente liberar de impuestos a los ricos, ni someterse a los mercados especulativos, ni hundir los salarios, ni obliga a hacer reverencias a los monopolios. Eso es el neoliberalismo, cuyos voceros han logrado convencernos de que no existe alternativa.
El neoliberalismo, del que empieza a abjurar incluso una revista tan liberal como The Economist, dispone de buenos voceros y, además, es servido por eficaces mamporreros: son esos que preconizan la mística de las fronteras, el retorno a los valores decimonónicos, la firme autoridad (de ellos) y la cansina mitología de las patrias y los pasados gloriosos. Se digan de izquierdas o de derechas, son mamporreros. Y cumplen su función: ¿queréis la Venezuela de Maduro?, ¿el Brasil de Bolsonaro?, ¿la Cataluña de Torra?, ¿no?, pues venid al regazo neoliberal.
Tal vez el truco esté dejando de funcionar. En su desesperación, hay quienes eligen al mamporrero. Ya sabemos quién pagó, y sigue pagando, la crisis de 2008. No importa. El mundo solo funciona si los beneficios de las megaempresas son cada vez más grandes y los salarios son cada vez más pequeños. El 1% de la población acumula casi la mitad de la riqueza, pero el sistema de pensiones y la sanidad pública son insostenibles. Las guerras son inevitables. Nos tragamos cada día estas trolas hediondas, y muchas otras.
Añadamos una trola reciente que se les ha atragantado a los franceses: la lucha contra el cambio climático deben pagarla los pobres, porque fuman y conducen coches diésel.
Como los párrafos anteriores han salido un poco pedestres, espero dignificarlos con la cita de un clásico contemporáneo, por desgracia anónimo: “Emosido engañado”.
https://elpais.com/elpais/2018/12/07/opinion/1544186299_722426.html
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